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En cualquier lugar de España, cuyo nombre es lo de menos, vive en nuestros días un ciudadano honesto (usted, por ejemplo) de los que cumplen con sus obligaciones, respetan las leyes, favorecen la convivencia y creen en la solidaridad. Impuestos de todo tipo, pagos a banqueros y derramas sociales no previstas consumen las tres partes de su hacienda. El resto de ella se lo llevan la supervivencia de su familia y la suya propia, y, cuando puede, las donaciones a quienes menos que él poseen, los más necesitados. La edad que tiene nuestro protagonista, usted mismo, es indiferente, pero no el que se haya quedado seco de carnes ni enjuto de rostro cuando antes así no era. Gran madrugador por necesidad e incapaz, por honradez, de ir a la caza.

Este ciudadano, día tras día, en su trabajo y en su ocio, leía, veía y oía tantas noticias sobre política nacional, regional y municipal que poco a poco fue descuidando aquellos menesteres con los que antes disfrutaba. A tanto llegó su curiosidad y desatino en esto, que de otra cosa no hablaba que no fuese de aquello en que se mal ocupaban los habitantes de las instituciones ejecutivas, legislativas, judiciales, religiosas, económicas y periodísticas del país. Intentaba entender cómo los de allá echaban en cara a los de acá lo mismo que ellos hacían, cómo podían sonreír y mostrar felicidad quienes han maltrecho a sus semejantes, o cómo con palabras se manipulaba lo que la verdad mostraba de manera indubitable. Días enteros se pasaba analizando cómo el dinero llegaba a las manos de quienes no lo producían y trataba de desentrañar el sentido que debía tener el que un fulano, tan ignorante como inmoral, pudiese tener un poder sobre los suyos tan elevado como peligroso. No entendía la falta de transparencia ni por qué quienes decían demandarla en nombre de los ciudadanos eran tan opacos; tampoco lograba dar con una respuesta lógica al cinismo de quienes debían estar ungidos con los aceites de la bondad, la filantropía y la buena voluntad. No sabía qué fallaba en toda aquella estructura que dirigía su vida, la de los suyos y la de quienes le rodeaban, ni por qué los encargados de contar los hechos manipulaban tanto como sus protagonistas.

Con estos sinsabores mentales y con la tristeza y congoja de ver que muchos semejantes, por vergüenza e impotencia, decidían salir de este mundo por la puerta falsa, este ciudadano ejemplar terminó por perder el juicio (o por iluminársele, que en esto autores hay que dicen una cosa y la contraria). Rematada su razón, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio ciudadano en el mundo: le pareció convenible y necesario, tanto para él como para la república libre, justa y próspera a la que creía pertenecer, hacerse predicador civil para ejercitarse en todo aquello que él sabía que los hombres de bien se ejercitaban, deshaciendo con la fuerza de su palabra, la nobleza de su propósito y la firmeza de su convicción todo género de agravios y ataques al sentido común, la buena fe, la concordia, la convivencia, la democracia, la dignidad, la hermandad, la igualdad, la justicia, el orden, el progreso, el respeto, la solidaridad, la tolerancia y, sobre todas las cosas, la paz y la libertad, que mancillaban en muecas y actos burlescos quienes, desde las mentadas instituciones, debían ser sus garantes.

Con estos tan razonables como necesarios pensamientos, llevado por la idea de que el cambio era posible, se dio prisa en poner en práctica lo que deseaba. Y lo primero que hizo fue desempolvar algunas lecturas civiles que, aunque vigentes, tomadas de orín y llenas de moho, mucho tiempo hacía que estaban olvidadas en el rincón de la infamia. Las limpió lo mejor que pudo y trató de comprobar si todavía era posible su vigencia. Leyó la Constitución de 1978 y vio que había muchas faltas y que sobraban no pocas presencias. Después de muchas enmiendas que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, concluyó que todavía se podía hacer algo con ella, sobre todo en lo que se refería a derechos y deberes fundamentales, tan olvidados en los últimos tiempos, según era su parecer.

Fue luego a ver la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Declaración de los Derechos del Niños, y aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que era solo piel y hueso, le pareció que seguían siendo los documentos más importantes que jamás había redactado la humanidad, a pesar de que se conocían poco y se practicaban menos.

Limpias las lecturas, reconfirmada la necesidad de su misión y fijado el objetivo de comenzar su industria entre los más jóvenes de la sociedad, se dio a entender que no le faltaba otra cosa que ponerse nombre. Esto fue lo menos complicado, pues bastó con poner tu nombre en la línea: _________________.

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